Pocas cosas me unieron a mi padre. Una de ellas fue nuestro gusto por la lectura. Siempre pensando en cuestiones genéticas, creo que esa parte vino en los cromosomas que él me aportó. Recuerdo que el día que le conté que me había anotado para cursar la carrera del Profesorado de Lengua y Literatura, esbozó una sonrisa. Días más tardes me hizo heredera de la colección de revistas literarias de “Leoplán”. Fue algo simbólico, yo había leído más de la mitad de esa colección en mis veinticuatro años. De todas maneras, cuando él falleció, encontré una vieja caja de madera que había contenido la primera aspiradora de mi mamá y que estaba arrumbada en el galponcito del fondo de casa. La lijé, le pinté unos girasoles (no sé por qué los girasoles, quizás porque giran al ritmo del sol, de la vida) y guardé todas las revistas ahí. La caja de los girasoles viajó conmigo en cada mudanza desde que me fui de la casa de mis padres. Creo que además de los cromosomas literarios, esas revistas son
Escribo porque me libera y me sana. Porque soy más yo en cada palabra. Porque cuando en la vida me pierdo, escribiendo me hallan.