Sin quererlo, de repetir una u otra vez los mismos pasos, el almirante Ignacio y la dulce Carola llegaron a ser la pareja de danza de salón perfecta del pueblo. Sin embargo, nunca se les ocurrió presentarse en ningún concurso, porque de haber sido así, todos sabíamos que lo hubieran ganado. Se adivinaban los compases, los ochos, el paso siguiente, la próxima vuelta o pirueta exacta. Sin ensayo previo, más que el que cada sábado ya en la misma pista se repetía. Y eso que nunca, nunca en treinta años se habían dirigido una palabra… ni una sola, ni un buenas noches siquiera. Se conocían desde niños. La casa de Ignacio, cuando este era apenas un niño y lejos estaba de ser almirante, quedaba al lado de la casa de la dulce Carola. Pero sus padres se odiaban. Era un odio añejo, tanto que ya nadie recordaba exactamente cuál había sido su origen. Pero ellos habían crecido con ese odio en la carne, sin preguntas ni respuestas. En la época en que comenzaron los bailes en el Gran Da
Comentarios
Publicar un comentario