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Sin rencores

Pocas cosas me unieron a mi padre. Una de ellas fue nuestro gusto por la lectura. Siempre pensando en cuestiones genéticas, creo que esa parte vino en los cromosomas que él me aportó. 

Recuerdo que el día que le conté que me había anotado para cursar la carrera del Profesorado de Lengua y Literatura, esbozó una sonrisa. Días más tardes me hizo heredera de la colección de revistas literarias de “Leoplán”. Fue algo simbólico, yo había leído más de la mitad de esa colección en mis veinticuatro años. De todas maneras, cuando él falleció, encontré una vieja caja de madera que había contenido la primera aspiradora de mi mamá y que estaba arrumbada en el galponcito del fondo de casa. La lijé, le pinté unos girasoles (no sé por qué los girasoles, quizás porque giran al ritmo del sol, de la vida) y guardé todas las revistas ahí. La caja de los girasoles viajó conmigo en cada mudanza desde que me fui de la casa de mis padres. Creo que además de los cromosomas literarios, esas revistas son lo único tangible que me quedó de mi papá. Ambas herencias van conmigo a todas partes, son parte de mi historia y de mi ser. Fragmentos de mi infancia vienen a mí cada vez que saco esas revistas y limpio su caja contenedora. Las tardes tirada en la cama leyendo El fantasma de la ópera, El hombre de la máscara de hierro, La guerra de los mundos, Los tres mosqueteros.

Si habíamos estado bastante alejados por sus características como padre, desde que le diagnosticaron el cáncer que lo mató, entre tratamientos que no funcionaron y mis actividades, nos alejamos aún más. Mi vida transcurría entre el trabajo, la cursada en el profesorado y el estudio. Hubiera sido el momento ideal para acercarnos, aprovechando mis innumerables cantidades de libros por leer y sus largos días recostado sin poder hacer nada porque el cuerpo no le respondía. Ahora que soy madre y tengo otra mirada de las relaciones parentales, pienso en lo ideal que hubiese sido aprovechar ese tiempo para leerle en voz alta la Divina Comedia o Hamlet, libros obligados de la carrera, o conocer juntos Cien años de Soledad. 

La noche que decidieron internarlo yo no estaba en casa. Me enteré a la mañana siguiente cuando volví de estudiar latín con unos compañeros toda la noche. Sin embargo, no fui a verlo. Lo pospuse para la tarde y luego para el otro día. Y así transcurrieron dos días. Por alguna causa me ponía excusas para retrasar mi visita. Algún psicólogo me dijo alguna vez que es una reacción normal; un mecanismo de defensa: no ver a la persona enferma niega la enfermedad de esa persona querida. 

Finalmente, fui a verlo. Entrar al hospital fuera del horario de visita fue toda una proeza. Sortear pasillos laberínticos sin preguntarle a nadie dónde estaba la sala masculina de internación, para no delatarme en mi falta. Pero llegué. La sala era inmensa y estaba dividida por boxes. En cada uno de ellos había cuatro camas. Eran seis compartimentos, tres de cada lado. Los recorrí uno por uno, miré a cada paciente en cada cama y no encontré a mi papá. Cuando terminé de recorrer todo, sentí un sabor amargo: un hombre me había parecido que podría ser mi padre, pero estaba tan desmejorado y calvo, que descarté la posibilidad. Desandé mis pasos hasta esa cama y sí, comprobé que esa paciente casi sin cabello y por lo menos diez kilos más delgado que el tipo que había visto hacía cuarenta y ocho horas, era mi papá. Mi papá con cáncer. Mi papá con cáncer terminal. Con cáncer terminal y en un estadio del que no había retorno posible. 

Esa tarde me quedé con él hasta que se hizo de noche y alguien del hospital me dijo que ya no podía quedarme. Caminé hasta la estación de trenes llorando todas las lágrimas que no derramé en veinticuatro años de hija de ese padre que se moría. Lamentando cada instancia que no fue vivida, cada palabra que no fue dicha, cada enojo innecesario, tanto orgullo mal dirigido, cada momento desperdiciado. 

Ese viernes no pude dormir. Al día siguiente me ofrecí a ir al hospital a quedarme con mi papá hasta que me dejaran las reglas hospitalarias. Llevé un par de libros en la mochila para leer en los ratos en que pudiera. Esos ratos fueron casi la totalidad de la tarde. Mi papá se despertó solo dos o tres veces de su sueño de morfina. Una de esas veces me preguntó qué leía. “Una excursión a los indios ranqueles”, le dije. Le conté que cursaba Literatura Argentina, que ya había leído el Facundo y que tenía que hacer una monografía comparando ambas obras. Aprovechó para denostar un poco a Sarmiento y nos reímos de las cuestiones imposibles de cambiar del país. A punto de cumplirse el horario de visita me pidió un cigarrillo. Vi que el resto de los pacientes estaban en un estado de letargo que ni la dinamita los hubiera alterado. Me levanté de la silla y fui a abrir las ventanas. El viento fresco de agosto que entraba disiparía el humo y el olor. Le prendí el pucho porque él no tenía fuerzas ni para rodar la yesca del encendedor. También se lo sostuve en los labios para que él pitara. Fue el contacto más cercano que habíamos tenido en años. Fue el último secreto que compartimos. El último capricho que le consentí y el más simple de perdonar. 

Se quedó dormido en medio de una pitada. Apagué lo poco que quedaba del cigarrillo, lo envolví en un pedazo de papel higiénico que había en la mesa de luz y lo guardé en el bolsillo de mi campera. Cerré las ventanas y eché un poco de desodorante que llevaba en mi mochila; todo segundos antes de que el enfermero de guardia viniera a chequear sueros y medicaciones y me avisara que la hora de visita ya se había acabado.

Volví a casa con la esperanza de una mejoría y repasando mentalmente una lista de cosas que iba a hacer cuando mi padre volviera a casa. Esa noche, pese a ser sábado, no salí, ni me quedé estudiando. Me acosté temprano, tranquila después de relatarle a mi mamá y a mi hermano que lo había visto mucho mejor. 

El domingo me desperté temprano. Mi hermano había ido al hospital. Él también hacía un par de días que no le veía. En algún punto todos usábamos el mismo mecanismo de defensa: no ver para negar. Pensé que tampoco lo reconocería como me pasó a mí. Me hice unos mates y seguí leyendo a Mansilla. Cerca del mediodía mi hermano llamó a casa. Tenía la voz entrecortada, se notaba que contenía una angustia de años también. Mi papá había fallecido hacía media hora. Su corazón no pudo soportar la morfina paliativa del dolor. 

Cerré mi libro y me saqué los anteojos porque pensé que iba a llorar, pero no pude. En cambio me invadió cierto alivio reparador. Todavía no me explico si me tranquilizó saber que mi papá no sufriría más por una enfermedad que lo había devastado en un par de años, o simplemente era la certeza de que ya no tendría que cumplir las promesas que me había hecho solamente unas horas antes. 

No ver para negar y así seguir adelante. Los caprichos y vicios de mi padre se purificaban con su muerte. El rencor por no darnos una vida mejor se disipó esa mañana de agosto. Otra negación que me permitiría vivir en paz con mi conciencia sin hacerme cargo de mí, al menos por unos años más.

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