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Un extraño día en julio (#RetoLesTodes #RetoBurdick)


Encontrarnos después de tantos años fue mágico. En verdad, mágico fue reconocernos después de tres décadas. Mis canas, la tintura de su pelo, mi panza de cuatro décadas, su sonrisa marcada por una vida.

Tan fuera de contexto, tan lejos de nuestra infancia y sin embargo, ella dijo "Nachi" y el tiempo retrocedió velozmente hasta nuestras vacaciones de invierno en la posada de Gualeguaychú, frente al río.

El escenario que nos reunía era bien distinto. Nos cruzamos en la inefable Buenos Aires y su caos de viernes al mediodía. La city porteña, cargada de hombres de traje y corbata y cuello almidonado, no fue testigo de nuestras miradas y nuestra nostalgia, porque toda su gente miraba en otra dirección y sus mentes divagaban —seguramente— entre números y el cambio bursátil.

Me paré, la miré, me abrazó. Siempre fue así, ella decidida y relajada, yo algo más lerdo y quedado. Le devolví el abrazo, de escasos segundos e infinitas añoranzas. Raquel me pasó la mano por la espalda, como aliviando un dolor añejo. Su mano casi dibujaba en mi espalda la cura de una herida que ella desconocía pero que intuía.

Intercambiamos una breve síntesis de años inabarcables de tanto pasado separados. Los matrimonios, los hijos, las carreras, los trabajos. Intercambiamos teléfonos con la promesa mentirosa de seguir en contacto. Intercambiamos también un adiós que fue tan definitivo como aquella vez, aunque aquel extraño día de julio no sabíamos que jamás volveríamos a vernos. Este encuentro repentino y ligero también ocurría en julio y ¡vaya! que sería extraño.

Luego del último apretón de manos, Raquel volvió a abrazarme y algo pasó.  Todavía no sé si me sucedió solo a mí, si solamente yo tuve la percepción o ella también lo sintió. Fue como entrar en esos portales donde se viaja en el tiempo, como en las películas. Fue una fuerza que me llevó a nuestro último día en la playita frente a la posada. Y ahí estábamos los dos, llenos de inocencia e infancia, repletos de confianza, cariño y promesas que genuinamente echábamos al aire sin parar. Allí nos vi, al borde de la orilla lanzando piedras, intentando el truco de los rebotes cuando, increíblemente, Raquel que había fallado con las primeras dos, lanzó con todas sus fuerzas la tercera  y esta rebotó de regreso. Nos reímos sin parar, como era habitual, pero fue un episodio que nunca pude olvidar, como todo lo que ocurrió ese día.

Jugábamos, reíamos, jurábamos sobre el agua. Raquel era esa dulce niña que me tenía obnubilado. Mi primer y más grande amor, el más sano sin dudas. Pensábamos en un futuro híper lejano, en casarnos, en los nombres de unos hijos soñados. Reíamos a destajo. Y fue de nuevo ese momento extraño. Dejamos de reír, chequeamos que nuestros padres estuvieran lejos y oímos gritos. Aquella vez pensamos que estaban jugando y pasándola bien como nosotros. Entonces aprovechamos las risas y la nula vigilancia paterna para besarnos. Un beso corto, de roce de labios, dulce y llano. Luego seguimos, muertos de vergüenza y cariño, soñando sin parar.

Hoy sabemos que los gritos aquellos no eran de algarabía y dicha amistosa, sino el comienzo de un drama irremediable. Que aquello que pensamos que eran expresiones de diversión y alegría eran el sino marcado para nuestras familias y para nosotros dos también.

Nunca más volvimos a veranear juntos. Esa misma noche los padres de Raquel se fueron. Al otro día nos volvimos nosotros a casa, era mitad de las vacaciones y yo no entendía nada. Por muchos años no entendí. Tampoco porqué mis padres se separaron casi inmediatamente después de ese regreso inesperado.

El tiempo o mi ensoñación me trajeron de nuevo a los brazos de Raquel en el caos de la ciudad, como si hubiera despertado por el bocinazo de un colectivo atrapado en el tránsito.

Acarició mi mejilla y con sus ojos serenó mi cara de asustado. Ya no nos juramos nada más. Fue un adiós definitivo.

Caminé unos pasos para ver si volteaba pero no estaba más, como si la muchedumbre enardecida de obligaciones la hubiera tragado, como si todo hubiera sido parte de mi imaginación.

Entendí muchas cosas ese día extraño de julio, incluso aquella otra extraña tarde también de ese mes, pero treinta años atrás y que por algún capricho de variables inexplicables pude revivir.

El abrazo y el encuentro esperado de Raquel, el viaje en el tiempo, todo vino a ayudarme a comprender que al fin todo vuelve en esta vida, incluso Raquel para cerrar la más grande historia de amor; incluso el pasado que como la piedra lanzada al agua, se resiste a hundirse en el río y dejarse llevar.





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