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Último amanecer


Faltaba todavía un buen rato para el amanecer, cuando Francisco llegó, casi sin respiración, a las vías viejas del tren. Era aún noche cerrada y los árboles, que bordeaban la avenida desierta, se veían negros y lúgubres. Apenas iluminaba la luz de la luna en su cuarto menguante. Estaba completamente solo, casi podía escuchar los latidos de su corazón en el silencio envolvente y nocturno.

Francisco caminaba apurado, como cada madrugada, para no perder su tren. Por inercia consultaba su reloj, para acelerar la marcha hasta la estación y poder subirse a tiempo. De perderlo, debería esperar una hora más para el próximo.

Ya le había sucedido aquella vez. María se enojó tanto. No le gustaba que llegara con retraso. Claro, a él le gustaba menos congelarse en la estación oscura y solitaria, durante una hora eterna. Y menos aún escuchar el sermón de su mujer.

Finalmente llegó a la precaria estación antes de que el tren efectivamente lo hiciera. Se sentó en el único banco desvencijado que había en esa plataforma improvisada de hierros y madera.

—¡Ja, soy más rápido que el tren! —murmuró entre dientes, pero lo suficientemente fuerte como para que lo escuchara una sombra que apareció sorpresivamente.

—Así parece —dijo entre risas quien, finalmente, resultó ser un hombre de unos cincuenta años.

—Creo que esta vez no fue usted el veloz, viejo, sino el tren que está tardando más de la cuenta.

—Espero que usted tenga en hora su reloj y no lo hayamos perdido.

—Hace tiempo no uso más reloj, solo me guía la intuición —dijo el hombre.

Francisco sintió una rara sensación al escuchar las palabras de aquel hombre. Tenía una voz metálica y arrulladora, como de un magnetismo singular, que asustaba pero que era imposible no desear seguir escuchando. Le hizo un lugar en el arruinado banco de madera, pero el hombre prefirió no sentarse.

—No se preocupe, mi amigo, estoy acostumbrado a esperar. Espero mucho para todo, para tomar mis decisiones también, pero cuando las tomo, no doy vuelta atrás.
Francisco no entendió muy bien, pero para continuar la conversación le dijo:

—Desde hace muchos años las decisiones de mi vida, desde las más insignificantes hasta las más vitales, las toma María, mi mujer.

—Me gustaría tener a alguien que al menos una vez decidiera por mí. Pero no tengo esa opción y he aprendido a elegir por todos en esta vida. Si es que a mí me está permitido hablar de vida.

—Escuche, creo que ahora sí viene el tren —se paró y aprontó para esperarlo de pie.

—Creo que no vamos a tomarlo —murmuró el hombre mientras se acercaba.

— ¿Cómo que no? —le dijo casi indignado

—No, mi viejo.

Apoyó una mano sobre el hombro de Francisco, que lo miró desconcertado, sintiendo, al mismo tiempo, un frío abrumador. Como si la voz metálica del hombre se hubiera metido en su cuerpo, en sus entrañas, en su alma misma. Lo miró. Vio en dirección a las vías del tren y supo que sí, efectivamente, él no tomaría ese tren.

—María se enojaría de nuevo —pensó.

Cayó desplomado sobre la plataforma, mientras en el horizonte despuntaba, tímidamente, su último amanecer.
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