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Danza final



Sin quererlo, de repetir una u otra vez los mismos pasos, el almirante Ignacio y la dulce Carola llegaron a ser la pareja de danza de salón perfecta del pueblo. Sin embargo, nunca se les ocurrió presentarse en ningún concurso, porque de haber sido así, todos sabíamos que lo hubieran ganado. Se adivinaban los compases, los ochos, el paso siguiente, la próxima vuelta o pirueta exacta. Sin ensayo previo, más que el que cada sábado ya en la misma pista se repetía. Y eso que nunca, nunca en treinta años se habían dirigido una palabra… ni una sola, ni un buenas noches siquiera.

Se conocían desde niños. La casa de Ignacio, cuando este era apenas un niño y lejos estaba de ser almirante, quedaba al lado de la casa de la dulce Carola. Pero sus padres se odiaban. Era un odio añejo, tanto que ya nadie recordaba exactamente cuál había sido su origen. Pero ellos habían crecido con ese odio en la carne, sin preguntas ni respuestas.
En la época en que comenzaron los bailes en el Gran Dancing, ambos tenían la edad suficiente para ir. Sabe Dios por qué cosas del destino una noche el almirante Ignacio, que todavía era el niño Nacho, se acercó a la dulce Carola.

Habían crecido sin mirarse siquiera. Pero algo aquella noche hizo que el niño Nacho la sacara a bailar. Bailaron esa única vez los dos, como si fueran parte de un sueño, como si estuvieran solos en la inmensa pista del Gran Dancing y nadie los viera.
Luego de esa noche, Nacho partió, con sus dieciocho años, a internarse en la Escuela de la Armada que lo convertiría en el Almirante.

Durante diez años nunca más se lo vio a Nacho por el Gran Dancing ni por el pueblo. Nunca más, en ese lapso, se la vio a la dulce Carola bailar con ningún otro bailarín.
Una década después, un sábado cualquiera, Nacho, ahora sí el Almirante, entraba en el Gran Dancing y sacaba por segunda vez a bailar a la dulce Carola. Hizo su ingreso triunfal y fue, sin escalas y sin dudar, hasta su mesa. Hizo falta tan solo una mirada y la mano de él extendida hacia la de ella, para que juntos salieran a la pista de baile.

Y así fue cada sábado por treinta años. Casi como un ritual sabático: el Almirante la sacaba a bailar, Carola lo acompañaba, bailaban como profesionales todos los ritmos que la orquesta tocaba sin mirarse, sin hablarse, sin esbozar ni un solo gesto. Luego cada uno volvía a su mesa y más tarde, por separado, se iban a sus respectivas casas, que seguían lindantes una de otra, donde continuaban siendo dos vecinos con un odio añejo y enquistado.

Pero un sábado, con la misma sorpresiva decisión de haberla sacado a bailar la primera vez, décadas atrás, esta vez le propuso, en medio de un vals, que se casara con él. Carola respondió que sí, con la misma candidez y tranquilidad con que siempre aceptó bailar con él.

Se casaron el sábado siguiente, en la capilla del pueblo, solo ellos dos con algún que otro amigo. Una ceremonia sencilla por la mañana, sin fiesta, sin estruendo, tan solo un brindis por la tarde noche en el Gran Dancing, el lugar que los había enamorado y había sido testigo de su amor.

De madrugada se fueron a su casa, que no era ni más ni menos que la casa del Almirante. Carola el domingo por la mañana comenzó a llevar sus cosas de una vivienda a la otra.

Días más tarde, ante la sorpresa de los concurrentes asiduos del Gran Dancing, los flamantes esposos no concurrieron al baile del sábado a la noche. En cambio, los encontraron el domingo por la mañana en la casa de Carola. Ella sin vida, ahorcada con un cinturón con hebilla de la Armada, colgada a uno de los tirantes de su cuarto; y él, con un tiro perfecto en la sien y la pistola 45 en su mano derecha.



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