Ir al contenido principal

Retrato ciego

Fría, distante, soberbia. Como por encima de todo y de todos.
Tu rostro lo demuestra.
Tu nariz recta, firme, contundente.
O tus manos lánguidas, suaves y filosas, todo al mismo tiempo, tomando las cosas y la vida con liviandad y cuidado, como si fueras a quebrarte una falange. Fina y tierna falange.

Y eso que hoy no voy a hablar de tus ojos, que sino...

Tu cara perfecta, angulosa, enmarcada por unos pómulos bien delineados. Huesos fuertes que en tu maxilar ya advierten la fortaleza del carácter. 

Labios en rictus eterno de odio, pintados a fuego de rojo furioso. Engañan al besar, pero bien vistos traslucen una maldad que no se esmera en esconderse.

Y eso que no quiero hablar hoy de tus ojos...

Cubriendo todo tu rostro sin igual, tu piel. Piel de porcelana. Volátil, etérea, blanca, blanquísima, trasparente, traslúcida... deja ver tu orgullo ahí, a flor de piel, de esa piel suave e inversamente proporcional a la acidez de tu alma.

E insisto que hoy no quiero hablar de tus ojos...

Y sin embargo, la sincronía de tus manos al acomodarte el cabello detrás de las orejas sordas de toda compasión, armonizan tu rostro, suavizan la mueca infame de tus labios y calman la frialdad de tu mirada, pero, ay, cierto que hoy no voy a hablar de tus ojos.



Comentarios

Entradas populares de este blog

Luna de sangre

Eclipse de sangre llaman al momento en que la luna pone su cara ardorada, roja de ardores nocturnos, de intentar infructuosamente que su amado sol pase, alguna vez, una noche junto a ella.  Los lobos aúllan su llanto, pero el rey Febo aún no quiere darse cuenta.

Otoño

Vino el otoño con sus mañanas frescas, con sus hojas secas, con el sol remolón y las noches tempranas de luna lejana. Vino el otoño de rocío y crujidos. Vino el otoño a susurrar tu nombre en el viento y a recordarme cuán fría es tu ausencia cada vez que me toca un rayo de sol.

Danza final

Sin quererlo, de repetir una u otra vez los mismos pasos, el almirante Ignacio y la dulce Carola llegaron a ser la pareja de danza de salón perfecta del pueblo. Sin embargo, nunca se les ocurrió presentarse en ningún concurso, porque de haber sido así, todos sabíamos que lo hubieran ganado. Se adivinaban los compases, los ochos, el paso siguiente, la próxima vuelta o pirueta exacta. Sin ensayo previo, más que el que cada sábado ya en la misma pista se repetía. Y eso que nunca, nunca en treinta años se habían dirigido una palabra… ni una sola, ni un buenas noches siquiera. Se conocían desde niños. La casa de Ignacio, cuando este era apenas un niño y lejos estaba de ser almirante, quedaba al lado de la casa de la dulce Carola. Pero sus padres se odiaban. Era un odio añejo, tanto que ya nadie recordaba exactamente cuál había sido su origen. Pero ellos habían crecido con ese odio en la carne, sin preguntas ni respuestas. En la época en que comenzaron los bailes en el Gran Da