Fría, distante, soberbia. Como por encima de todo y de todos.
Tu rostro lo demuestra.
Tu nariz recta, firme, contundente.
O tus manos lánguidas, suaves y filosas, todo al mismo tiempo, tomando las cosas y la vida con liviandad y cuidado, como si fueras a quebrarte una falange. Fina y tierna falange.
Y eso que hoy no voy a hablar de tus ojos, que sino...
Tu cara perfecta, angulosa, enmarcada por unos pómulos bien delineados. Huesos fuertes que en tu maxilar ya advierten la fortaleza del carácter.
Labios en rictus eterno de odio, pintados a fuego de rojo furioso. Engañan al besar, pero bien vistos traslucen una maldad que no se esmera en esconderse.
Y eso que no quiero hablar hoy de tus ojos...
Cubriendo todo tu rostro sin igual, tu piel. Piel de porcelana. Volátil, etérea, blanca, blanquísima, trasparente, traslúcida... deja ver tu orgullo ahí, a flor de piel, de esa piel suave e inversamente proporcional a la acidez de tu alma.
E insisto que hoy no quiero hablar de tus ojos...
Y sin embargo, la sincronía de tus manos al acomodarte el cabello detrás de las orejas sordas de toda compasión, armonizan tu rostro, suavizan la mueca infame de tus labios y calman la frialdad de tu mirada, pero, ay, cierto que hoy no voy a hablar de tus ojos.
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