Nos carga de energía para el largo y sinuoso día y sabemos
que tenemos que aprovecharlo porque en esta época y en este hemisferio se
esconde prontito. Amo el sol otoñal, tibiezón y perezoso.
Durante el verano, lo imagino con pocas ganas de irse, como cumpliendo un mandato universal del que, definitivamente, es imposible escapar. Con ganas y ahínco de cumplir y jugar su rol de calentar y hasta recalentar los días eternos, largos, duraderos.
El sol en otoño arranca con períodos de sueño que nos obliga a nosotros a soñar más también. Para luego, en el invierno, condenarnos a su ausencia prolongada, a una lejanía que solo se combate artificialmente, prendiendo luces y estufas; reemplazando su energía limpia y pura por otras sucias y mentirosas.
Renace y empieza a posicionarse en su calidad de rey, llevando de la mano a la primavera, empezando a brillar alto en el cielo; más duradero y renuente a irse.
A veces, cuando lo veo majestuoso en el cielo, inmenso, amo y señor, me pegunto ¿qué haría el sol si lo dejaran tomar decisiones? ¿Se metería a las siete en la cuna del mar o le levantaría la falda a la luna, solo para ganarle de mano a Sabina? ¿Brillaría con la misma intensidad todo el año? ¿Cuán intenso sería? ¿Nos prestaría su energía o nos condenaría a arder en un infierno a fuego lento y constante?
Preguntas sin respuesta, aunque mi imaginación preferiría que fueran contestadas. Mientras tanto sigo contemplándolo, alabando su actividad, agradeciendo su presencia y aprovechando su bendita e inigualable manera de cargar nuestras agotables baterías.
Ojalá esta foto contagie energía de la buena, siempre.
Ojalá esta foto contagie energía de la buena, siempre.
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