Imperturbable descendió calles sin fin; arriba abajo, abajo arriba.
La
estación gris, hasta silenciosa.
De pronto, entre él y la nada una
cabellera roja, incandescentemente roja.
Subió al vagón detrás de ella, corrió detrás de ella...
La perdió.
Tenía que volver a ver ese
color, ese ondular del cabello al viento.
Corrió, empujó cuanto ser se
interpuso en su carrera, y al fin la vio. Allí estaba, del otro lado del
cristal sucio de dedos y desesperación.
Tenía que alcanzarla.
Cruzó la
puerta segundos antes de poder perderla para siempre.
Otra vez corrió, esta vez escaleras arriba.
Con todo su ser corrió.
Y allí, afuera,
donde se eleva el monumento sin sentido de la ciudad, volvió a tenerla cerca,
volvió a sentir su roce de fuego.
Tan cerca, que pudo oler el carmesí de
esos cabellos.
Aspiró hondo, se llenó de esa preciada melena.
Y respiró
aliviado, entregado.
Y luego volvió la calma y volvió a ser todo gris, el color rojo, la suavidad del fuego ya estaban dentro de él.
Al
menos eso nunca más lo perturbaría.
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