Toco tu envoltorio hasta romperlo. Luego tu piel blanda y colorida. Me zambullo lentamente en tu conciencia, en tu interior.
Al instante llega un olor a nuevo, a tinta fresca, a árbol talado con un buen fin.
Divago y hasta logro escuchar el “tacatac” del teclado, corriendo rápido bajo unos dedos vigorosos y febriles, intentando plasmar todo con inmediatez.
También, de a poco, empiezo a oír las voces de unas personas que tienen una vida previa a estas hojas. Lamento saber que solo voy a conocer una parte de esas vidas. Lo que este escritor Dios ha querido que conozca.
Recorro, entonces, mundos infinitos, incluso improbables. Vuelvo al pasado en un abrir y cerrar de ojos. Degusto comidas árabes, visto atuendos medievales, pienso como detective, siento un amor desgarrador mientras bebo una copa de vino helado y estiro las piernas en el sillón de mi living... o en el de otro. Lloro unas lágrimas ajenas, pero que se hacen carne en mi carne. Vivo movimientos sociales hasta lograr la revolución, matecito dulce y calentito de por medio.
Todo un mundo de sensaciones obtengo con solo abrir un libro. Leer me transporta e incluso los dolores más grandes producen un placer inagotable e insaciable. Seguir leyendo el próximo capítulo se convierte en un vicio difícil de manejar; una incurable adicción de por vida.
Y cuando, por fin, se acerca el ansiado final, irremediablemente muere un mundo, para darle vida a uno próximo y renovar, como en año nuevo, todas las ilusiones en nuevos personajes que me acompañarán, de alguna manera, por siempre.
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