Y un día, todavía no sé muy bien cómo ni cuándo, la idea de tatuarme se me presentó palpable y tangible en mi cabeza. Como un coágulo que se estanca en el cerebro y produce severos trastornos, la idea del tatuaje se hizo cada vez más pronunciada y feroz.
No es gran cosa, seguramente que no. Pero para mí, con casi cuarenta y tres primaveras (con sus otoños e inviernos incluidos) fue trascendental.
Como todo, los tatuajes también tienen su lado positivo y su lado negativo. Lo malo es que a esta avanzada edad los miedos se hacen carne. Tenemos miedo del miedo, temor del dolor. Una sabe que está cerca de algunas cuestiones que no pueden escindirse del dolor, físico o del espíritu, y prefiere mantener alejado todo momento de exposición innecesaria a los pesares. Lo bueno es que, después de más de cuatro décadas transitando la vida, terminamos conociéndonos bastante mejor que hace veinte años atrás. El tatuaje, entonces, es más definido, más pensado, más seguro de no incurrir en el error, sabiendo que en estos temas no hay retorno. Tenía (tengo) plena conciencia de lo que no quería: ni nombres, ni rostros, ni frases hechas (lindas, sí, pero ajenas), ni rosas, ni mariposas. Tenía también la certeza de que bajo la piel iba a quedarme algo mío, propio y para siempre. En el tatuaje quería plasmar un sentimiento que no solo me represente, sino que fuera yo, para mí, por mí y para los demás también.
En el proceso de pensar, imaginé que ese tatuaje hablara de mí aun sin necesidad de que yo lo explique; que si un día muero, el funebrebro, el forense o la enfermera que me tape por última vez, sepa algo de ese cuerpo inerte que tiene frente a sí; que al menos les quede la confirmación en un "ah, mirá lo que le gustaba".
Era fácil, finalmente. ¿Qué es lo que más amo, lo que me representa, lo que más me da placer, lo que me hace volar y despegar la cabeza de la tierra sin dejar de tener los pies firmes sobre ella? Sí, leer. Leer libros. Libros que se compran, que se sostienen, que se quieren, que se huelen, que se leen con los cincos sentidos. Libros que esperan ser leídos, libros que fueron leídos más de una vez, libros a los que vuelvo siempre. Libros que me dan poder. El poder infinito de conocer, de saber, de sentir. Sí, soy poderosa cuando leo.
Y así fue. Y eso me tatué para siempre bajo la piel. Para que vaya conmigo hasta el fin de mis días y más allá de ellos también. Un libro abierto para leer todo el tiempo. Libros apilados esperando ser leídos, tranquilos, quietos; mis libros ya saben que siempre les llega el momento. Y una frase que resuma en lo que me convierto al leer: "El mundo es mío cuando leo" y soy dueña de todo: del Universo, de las mil historias y la infinidad de vidas que vivo a través de cada libro que leo; ama y señora de todas las personas y todos los tiempos.
Así quedó, no hay vuelta atrás. Ver esto en mi piel me hace sentir feliz. Feliz para siempre jamás, como en los finales de las primeras historias que leí hace tanto tiempo.
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