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El mar

Allá a lo lejos el infinito, finito solo en el horizonte, donde dos inmensidades se unen en una sola línea recta.
    Mis pies se van hundiendo lentamente, se entierran despacio y tibiamente hasta formar parte de un todo. El líquido helado en contacto con la piel eriza al más insensible.
    Dios, como enojado, sopla su aliento y arremolina mi cabello, dejándome sorda de sentimientos, muda de palabras. Cálido viento peleando palmo a palmo con el sol abrasador.
   El sol abraza mi cuerpo y solo unas nubes danzarinas dan respiro al intenso calor que manan de sus profusos rayos.
    El olor salado que penetra en las venas les da un sacudón de energía.
  La infinidad que minimiza todo problema, la inmensidad acogedora como los brazos de una madre poderosa, el silencio arrullador que permite escuchar el interior.

   El mar: imponente caudal de agua que hipnotiza todos mis sentidos, extasiándome de un placer perenne e inefable. 

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Eclipse de sangre llaman al momento en que la luna pone su cara ardorada, roja de ardores nocturnos, de intentar infructuosamente que su amado sol pase, alguna vez, una noche junto a ella.  Los lobos aúllan su llanto, pero el rey Febo aún no quiere darse cuenta.

Otoño

Vino el otoño con sus mañanas frescas, con sus hojas secas, con el sol remolón y las noches tempranas de luna lejana. Vino el otoño de rocío y crujidos. Vino el otoño a susurrar tu nombre en el viento y a recordarme cuán fría es tu ausencia cada vez que me toca un rayo de sol.

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Sin quererlo, de repetir una u otra vez los mismos pasos, el almirante Ignacio y la dulce Carola llegaron a ser la pareja de danza de salón perfecta del pueblo. Sin embargo, nunca se les ocurrió presentarse en ningún concurso, porque de haber sido así, todos sabíamos que lo hubieran ganado. Se adivinaban los compases, los ochos, el paso siguiente, la próxima vuelta o pirueta exacta. Sin ensayo previo, más que el que cada sábado ya en la misma pista se repetía. Y eso que nunca, nunca en treinta años se habían dirigido una palabra… ni una sola, ni un buenas noches siquiera. Se conocían desde niños. La casa de Ignacio, cuando este era apenas un niño y lejos estaba de ser almirante, quedaba al lado de la casa de la dulce Carola. Pero sus padres se odiaban. Era un odio añejo, tanto que ya nadie recordaba exactamente cuál había sido su origen. Pero ellos habían crecido con ese odio en la carne, sin preguntas ni respuestas. En la época en que comenzaron los bailes en el Gran Da