Sonó mi teléfono. Era su interno. Otra vez. No, otra vez no. Recién ahí caí en la cuenta de que en todo ese día no me había llamado ni una sola vez. Claro, cinco años —eternos años— de sus llamadas casi constantes, habían amortizado tanto, que este día en particular no me había llamado la atención la falta de llamadas suyas.
—Venga —me dijo. Siempre decía lo mismo.
Me levanté de mi silla, acomodé mi blazer y una vez más bendije no haber traído pollera. Ya hacía tantos años que pensaba dos veces antes de ponerme una pollera. Excepto en sus vacaciones, siempre iba de pantalones. Al menos así, ya no tenía que ver sus ojos libidinosos viendo cuando me cruzaba de piernas.
Golpeé la puerta, pero entré sin esperar su permiso.
—Siéntese— me dijo. Y empezó a hablar.
De nuevo un pocillo de café, una estúpida tacita blanca con coranzocitos rojos del lado del escritorio donde yo me sentaría en escasos segundos. Café que nunca bebía, porque en tantos años, tantas veces que me había llamado a su oficina, jamás se había dignado a preguntarme cómo me gustaba esa infusión.
Como de costumbre, empecé a escuchar lo que decía. Pero, una vez más, mi atención empezó a dispersarse a medida que su monólogo discurría.
Sin embargo, por un momento volví a aquella gris oficina, aunque en verdad era color beige, pero gris era su esencia. Volví a prestarle atención, justo a tiempo para entender que, otra vez, se estaba quejando de otros de mis proyectos. Mi último proyecto: un trabajo que me había llevado casi un mes de desgaste físico y mental.
Mientras él hablaba yo pensaba si levantarme y darle una patada en la cabeza o pegarle una bofetada inolvidable en su rostro informe, pero no quería promover un espectáculo gratuito al resto de la oficina. La que llevaría todas las de perder era yo, sin dudas, no estaba en condiciones de hacerlos; y cuando me disponía a marcharme, él, regalándome su sonrisa inmunda, de dientes amarillos y torcidos dijo:
—Está despedida.
Lo miré a la cara, esa absurda cara que ya no vería más. Tomé la carpeta con mi proyecto recientemente denigrado. Y por única vez hice algo que había tenido ganas de hacer desde mi primera jornada laboral en ese lugar: tomé la maldita taza de corazones, sorbí un trago del inmensamente dulce café desabrido y humeante que contenía y se lo tiré directo a sus ojos lascivos, que tanto me asquearon siempre.
Y me fui digna, orgullosa, entera, feliz…
No cabía en mí de tanta adrenalina que corría por mi cuerpo. Al salir del edificio inmenso en medio de la ciudad, aún sentí más espasmos de sentimientos mezclados: orgullo, alegría, temor. Aferré muy fuerte mi cartera. Contraje todavía más contra mi pecho, que latía a galope partido, aquella carpeta herramienta de mi impulso. Al hacerlo cayó de entre mi proyecto un papelito. Me agaché, lo levanté, lo giré y leí:
Mi
amor es como fiebre que delira
por
el mal que agudiza el sufrimiento,
nutriéndose
de cuanto el mal preserva
para
aplacar deseos enfermizos.
Tu
amor es como la brisa del río
es
la calma, la bondad, un buen vino,
y
se alimenta la pasión que siento.
Nosotros,
el maridaje perfecto,
el
aliento divino del ensueño
un
par de crueles manos esposadas
alfa
y omega unidas en sigma por fin.
El
amor límpido y el dolor punzante
de
las noches que se vuelven fugaces
de
mañanas que parecen eternas,
llenas
de furia, lágrimas, veneno.
Delirio
perfecto, amor incompleto
voluntario
error, pasión sin límites
y
esta vida que se convierte en muerte
y
esta agonía que nos permite seguir.
Shakespeare me ayudó, la inspiración solo se la debo a Ud. La amo tanto como Ud. me odia a mí, tal vez por eso es más profundo lo que siento. Y lo siento, siento que todo llegue a su fin. Lo hago por Ud., no por mí.
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