Alguna vez fui la primera persona que veía cuando despertaba. Hace muchos años que no: la cara de mi esposo, la del perro, la de mis hijos –en ese orden– son las que veo mucho antes de, finalmente, ver la mía, frente al espejo, a cara lavada y todavía medio dormida.
Las mañanas son tan diferentes de las noches. Amo las mañanas porque brindan ruido, alegría, corridas, enojos que se pasan pronto, besos de despedidas cortas, ganas de hacer cosas. Las mañanas huelen a tostadas, café y vida.
Pero todas las mañanas extraño las noches. El silencio de la noche: la calma, los chicos durmiendo, soñando con el nuevo día que para ellos siempre es prometedor. Durante ese período pienso que este es el lugar, el único lugar donde quisiera vivir siempre. Por las noches me dan ganas de detener el tiempo, así, en paz. En ese silencio puedo pensar y darme cuenta de que para eso están los sueños, y que –definitivamente– añoro el movimiento del día. Y que ambos, día y noche, son parte de una sola cosa: las dos caras de la misma moneda, mi moneda.
La noche produce en mí lo mismo que el invierno: la sensación de soledad, de nostalgia, de calma, cosas de la que la gente normalmente huye o teme, pero de las que yo puedo aprovecharme para estar conmigo misma y reflexionar sobre todo. Poder escuchar lo que pienso de las cosas en general, de mi día en particular. Me permito soñar en voz alta, proyectar en la inmediatez del futuro, pasar por el cuarto y ver sonrisas de sueño en las caras dormidas de mis hijos, sentir orgullo por eso, recostarme junto a mi compañero, dar un último vistazo al día, antes de que mis ojos se cierren sin pedir permiso.
Mis ojos, tal vez la parte preferida de todo mi cuerpo. Los que primero se encuentran con mis días y los últimos en ver mis noches. Definitivamente mis ojos son lo que mejor me describen. Así como me produce rechazo mi incipiente papada, de vieja y de gorda, y todas las partes de mi ser, que con el paso de los años se fueron rodeando de grasa indisoluble, amo mis ojos miopes y admiro su total independencia del resto del cuerpo e incluso del deber ser, porque ellos siempre dicen la verdad, se ofuscan, se ríen, se enojan, se abren a duras penas por las mañanas, se cierran rapidísimo por las noches. Hablan, contestan, observan, sacan conclusiones, razonan, me permiten ver la realidad de las cosas, aunque a veces me la muestren borrosa de astigmatismo. Me defienden, me definen, me permiten ver cada día a mis hijos y cómo crecen, me dejan observar detenidamente el paso del tiempo. Ver lo que hago bien e incluso lo que hago mal y hasta –a veces– me demuestran cuántas malas decisiones tomo y lo hacen con ensañada objetividad.
Tengo los ojos de mi papá, siempre dice mi mamá. Y hoy, a la distancia, mediante fotos, puedo ver que sí; son los mismos ojos que mi viejo y que además debe haber también algún gen de la manera de mirar. Cuánta razón tenía él cuando decía “lo que se hereda no se compra”.
A veces me pregunto si lo que dicen mis ojos es evidente para el resto de las personas. Mi vecina en el ascensor debe darse cuenta por ellos de cuánto me repele su perfume cada mañana, porque esquiva el saludo buscando algo en su cartera.
Los desconocidos con quienes me cruzo cada día, no deben poder decodificar mi mirada por más elocuente que me parezcan mis ojos. Sobre todo porque siempre siento que soy enteramente insignificante para quienes no me conocen. Para la mirada del mundo ni mi mirada, ni mis ojos, ni yo existimos y eso me hace absolutamente libre.
Mis ojos, que me muestran el universo, que me dejan mostrarme y que, seguramente, algún día van a permitir que observe todo por última vez.
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