No logro recordar exactamente cuándo decidí hacer de mi vida una carrera sin escalas para cumplir un único objetivo. Tal vez la muerte de mi hermano, antes de su propio nacimiento. ¿Hay algo más absurdo que morir antes de nacer? O quizás la agonía larga de mi anciano abuelo, que falleció a los noventa y cinco años, luego de padecer durante cinco una enfermedad terminal. ¿No es irónico también? Vivir espléndidamente durante tantos años, para luego agonizar con una enfermedad incurable.
Podrían haber sido cualquiera de las dos opciones, sumadas a otras tantas muertes que ocurrieron desde mi infancia y se fueron sucediendo a lo largo de mi vida, hasta hoy.
Pero sin dudarlo, lo que determinó mi carrera desesperada para cumplir mi fin fue una cita de Aristóteles que leí cuando tenía catorce años, y que ya no recuerdo cómo llegó hasta mí. Ella decía: “El hombre es su deseo”.
Pues, mi deseo desde que tengo uso de razón fue, nada más ni nada menos, que no morir. Vencer a la muerte. Vivir una vida sin morir jamás. Ese fue mi anhelo e hice lo imposible por cumplirlo. Convertí mi existencia, me transformé en mi propio deseo, en la consecución de mi único objetivo.
Terminé el bachillerato de manera precoz. No tuve amigos en la adolescencia, simplemente porque preferí durante tres años permanecer encerrado estudiando. Comencé la facultad con dieciséis años. Empecé por la carrera de bioquímica porque creí que si conocía cada químico y las formas de usarlo, encontraría la manera de no morir jamás. Entiendo que pueda parecer un deseo absurdo, pero deben comprender que para mí fue el motor de mi vida. En cuatro largos años me recibí sin poder tener la certeza de si serviría de algo para lograr mi objetivo. Por esto, comencé inmediatamente otra carrera que supuse me acercaría a mi meta: medicina. Pese a tener dos carreras hechas, mi trabajo fue en una pequeña oficina de seguros, pocas horas. No me redituaba mucho, pero me daba tiempo para experimentar, estudiar e investigar toda la literatura existente sobre la vida eterna.
Claro que este estilo de vida significó convertirme en un ermitaño absoluto: nunca tuve amigos, ni mantuve lazos familiares luego de la muerte de mi madre, ni conocí a ninguna mujer, ni formé mi propia familia.
Así pasé casi treinta años de mi vida: perdiéndome todo por encontrar la fórmula de la vida eterna. En una soledad absoluta y un ensimismamiento eterno. No conocí otra forma de vivir. Y así, solo, me encontraba aquella mañana, hace dos días, cuando tuve un fuerte dolor en el pecho y ya nunca más desperté.
Hoy, aquí, en este mullido pero angosto cajón de pino y mientras siento que desciendo en lo que va a ser mi próxima morada, por fin logro comprender que la única forma de vencer a la muerte era, nada más y nada menos que viviendo. No morir fue mi único deseo en la vida y esta terminó transformándose en la muerte misma.
“El hombre es su deseo”. Yo fui mi deseo, yo fui la muerte que tanto intenté esquivar.
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