Pienso en la pasión. La pasión por el lenguaje y la invalorable e involuntaria ayuda e inspiración de Ichua Kan y este, que siempre fue su pensamiento más certero.
Hablar con Ichua era ameno, entretenido y a veces daba buenos consejos. Pero leer lo que escribía, era intolerable. Ni con un Toblerone y un café bien negro de por medio era ameno el lenguaje de Ichua Kan; ya casi lo había intentado todo, sin cambio alguno.
Ichua Kan se entendía siempre por el sentido opuesto. Era raro pero resultaba con todo, menos con su escritura, que me era imposible de tolerar.
Disfrutábamos hojear, ojear y oler los libros viejos y soñábamos con escribir los nuevos. Ser escritores reconocidos había sido nuestro sueño de juventud.
Tal vez el secreto de nuestra amistad era que ambos amábamos lo mismo: el lenguaje de las palabras, mejor escritas que habladas. Así de simples y así de complejos éramos con Ichua Kan.
Pero odiaba lo que escribía y no encontraba la manera de decírselo. Intenté disuadirlo, pero ¿cómo? Ya tenía un librito editado y algunos pocos, pero fieles seguidores. No resultó y para mí, sencillamente, era casi una tortura leerlo.
Pese a la confianza y a nuestra facilidad de palabras; pese a hablar en un idioma propio y únicamente compartido por nosotros, no podía decirle, explicarle, gritarle que era insoportable lo que escribía.
Nunca, nunca encontré la forma... hasta que la hallé.
Lisa y llanamente lo copié. No obtuve más que algún que otro crédito, ni muchos adeptos, pero poco importó. Mi escritura, como la de él no era de calidad. Sentí lo que él sintió y me creí lo que él creyó.
Y no, no fui nada original, pero en estos tiempos que corren, solo lo notan quienes creen en la envidia y no nos dejan vivir y copiar en paz.
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