Su tez pálida, casi transparente, fue lo último que acarició.
Los ojos grises profundos y amorosos se habían tornado salvajes por primera vez. El rostro ovalado y armonioso de su amada, contemplado en cada amanecer por los últimos diez años, fue lo último que vio.
Luego de la primera puñalada en su corazón, la miró sin entender y ella le devolvió su sonrisa de dientes perfectos y blancos como su piel. Llena de gozo por el sufrimiento que le infligía, el rictus fue una carcajada a medida que entraba y salía el cuchillo de su pecho.
Intentando frenar tanto odio, tomó sus cabellos y enredó sus dedos en los bucles rojos que habían sido su anclaje a este mundo. El pelo ensortijado comenzó a teñirse de su propia sangre que salpicaba todo el ambiente.
El rostro amado empezó a hacérsele difuso. En su irreversible agonía, vio cómo la habitación se confundía en un único rojo, mezcla de materia sanguinolenta, furia, cabellos, venganza, bucles cobrizos y un profundo odio hasta ahora dormido.
Con el último aliento, descubrió una nueva peca brillante en el rostro de esa mujer: que no una de las tantas pecas, sino un punto rojo de su propia sangre que empezaba a secarse.
Comentarios
Publicar un comentario