Encontrarnos después de tantos años fue mágico. En verdad, mágico fue reconocernos después de tres décadas. Mis canas, la tintura de su pelo, mi panza de cuatro décadas, su sonrisa marcada por una vida. Tan fuera de contexto, tan lejos de nuestra infancia y sin embargo, ella dijo "Nachi" y el tiempo retrocedió velozmente hasta nuestras vacaciones de invierno en la posada de Gualeguaychú, frente al río. El escenario que nos reunía era bien distinto. Nos cruzamos en la inefable Buenos Aires y su caos de viernes al mediodía. La city porteña, cargada de hombres de traje y corbata y cuello almidonado, no fue testigo de nuestras miradas y nuestra nostalgia, porque toda su gente miraba en otra dirección y sus mentes divagaban —seguramente— entre números y el cambio bursátil. Me paré, la miré, me abrazó. Siempre fue así, ella decidida y relajada, yo algo más lerdo y quedado. Le devolví el abrazo, de escasos segundos e infinitas añoranzas. Raquel me pasó la mano por
Escribo porque me libera y me sana. Porque soy más yo en cada palabra. Porque cuando en la vida me pierdo, escribiendo me hallan.